domingo, 6 de noviembre de 2011

Hay veces que sueño

En la calle. Hay veces que me cagan ciertos peatones –si se les puede llamar así. Esos que andan con ritmo dubitativo, como una mariposa sofocada por el bochorno canicular. Aquellos que caminan mirando hacia atrás, como si se identificaran con el alejamiento sincopado. Aquí todos sabemos a dónde vamos, no hay espacio para los que pasean. En esta fortaleza gris que apenas muestra manchas enfermas de cielo no caben los soñadores. Si algún día me encuentran transitando con una sonrisa en el rostro, entorpeciendo la gran fábrica de la economía global, denme una patada en el culo y que vuele a la escarpada imaginación.

En la cama. Hay veces que voy a un lugar donde los aviones vuelan bajo. Soy parte de un grupo de acróbatas callejeros. Nuestro instructor y líder nos controla con un fuete, creo que lo odiamos.  Mi mejor amigo es un niño funámbulo. Una calle caminábamos por la tarde, él traía moretones, yo una sonrisa. De pronto nuestro camino y el de una patrulla se cruzan. Quieren llevarme por pintar con golpes su piel. No, no, yo estoy soñando, señor oficial. Sí cómo no, siempre dicen eso. Mire se lo voy a comprobar. Me esfuerzo, me concentro, estoy pesado. Despierto caminando solo. Paso frente a un taller mecánico y unos mercenarios me observan. No pueden matarme, estoy soñando. Me apuntan, me disparan tres veces en el estómago, siento náusea. Explota la quimera.

En el sillón. Hay veces que mi náusea es más una descomposición de la densa y sólida red interpretativa que un golpe certero de realidad. Una vibración imperceptible, un titubeo de todo lo que me rodea –acaso de mí mismo, muy probablemente de mí mismo. Manchas moradas que rehúyen mi lectura exterior. Manchas como monstruos de cocina. Manchas de mi visión que se aglutinan en las rocas del delirio.

En la cocina. Hay veces que a mi cocina la invaden los monstruos.  Es curioso verlos alimentarse de muerte. Aunque, pensándolo bien, nosotros también lo hacemos. Carne: muerta. Vegetales: también. Vida y muerte se contienen mutuamente. Veo a esa enorme roca que es la Tierra, con su curiosa forma de papa y se me antoja pensarla como una gran cabeza en descomposición. No se engañen, mis amigos, los monstruos nunca se sienten culpables por succionar las esporitas de vida contenidas en unos huesos de pollo. Nos invadimos los unos a los otros. Alabemos la destrucción para la creación; somos unos bellos monstruos, con espíritu y todo eso. No sé, quizá todo sea un monótono ciclo. Una estrella explota y de su polvo surgen otros cuerpos. O tal vez sólo sea mi desvarío.

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