domingo, 6 de noviembre de 2011

Ismael o Bernardina

Paseaba alto en la colina por Degollado con mi tía y Paula. El sol coronaba el cielo, apachurraba nuestros pensamientos y el calor salía de nuestros cabellos acentuando la soledad de la calle. Observábamos las casas aburguesadas y mi tía nos hablaba de sus cualidades arquitectónicas. Un edificio que guarda cierta contingencia nos sorprendió de pronto, se llama Bernardina Sauza y es una ludoteca. Consta de una serie de rampas rojas que unen diversos niveles y rodean una especie de volcán hecho con ladrillo. Las vistas son blancas y los muros de los niveles de cristal. Las rejas que protegen la ludoteca salen del suelo y no están unidas entre sí, repiten varias veces una banda cromática. Mi tía parecía tan entusiasmada con el edificio que convencí a Paula de entrar. El conjunto de la construcción es totalmente estridente. Dentro, yo no podía comprender cómo un lugar tan lúgubre podía ser utilizado para que los niños de la colonia jugaran en él. Bernardina Sauza, ¡vaya nombre!
En casa no pude dejar de pensar en Bernardina. ¿Quién fue ella? Google no arroja un solo resultado con este nombre. Así empecé mis visitas a la Hemeroteca Nacional. Luego de dos semanas desistí. Lo único que me quedaba era visitar la colonia y observar el mamotreto. Frente, hay un pequeño mirador desde el que se ve todo el valle y a lo lejos la cascada Vespre despide su hosca bruma. Me sentaba en una roca con forma de taza a mirar la ciudad, la cascada, pero sobre todo a Bernardina. No tardé mucho en notar a un viejecito que también frecuentaba la plaza. Parecía una espinilla a punto de tronar. Me imaginé que sólo un hombre como él podría haber diseñado semejante lugar. Me costó trabajo, pero me dije, por todos los astros, tienes que hablarle, así que lo hice.
De inmediato nos hicimos amigos, quizá porque los viejos solitarios están deseosos de conversar. Ese primer encuentro comencé a hablar del edificio, le pregunté si sabía quién lo había construido, me respondió que lo había olvidado. Sin embargo, me dijo, soy más viejo que la mitad de la ciudad, recuerdo bien la historia de Bernardina, todavía la siento recorrer mi cuerpo como hilillos de luz tirantes. Tus ojos, siguió el viejo, tus negros ojitos como dos puñales, revientan de curiosidad, ¿no es cierto? En efecto, Señor, respondí, muero por conocer su historia. Claro, lo supe desde la primera vez que te vi sentado en esa taza, hace muchos años que nadie se interesa por Bernardina; verás, el edificio irradia cierto olvido, cierta anestesia, una sonrisa expectante que causa sosiego sólo a los ciegos, pero yo siempre he visto, y muy bien, por eso cada tercer día camino hasta Degollado para no olvidar. ¿Y qué es lo que no quiere olvidar, Señor? A la pobre de Bernardina. ¿Quién fue?
Ismael se llamaba, era un chiquillo fascinante, con ojos como balas de flor. Delicado, tan delicado que se le caían pedacitos de piel. Fue hace tanto tiempo. Vespre todavía no tenía esa bruma que lleva a la locura a tantos. Un día el chiquillo enfermó, se puso verde, morado, azul. Por los hoyitos de la piel comenzaron a salirle hormiguitas, primero una, luego diez, luego cien. Se llenó de hormigas. Lo curioso es que no se despegaban de su cuerpo, le recorrían entero y, ahora que lo pienso, parecía un canal de tele con mucha estática, se le veía a retazos, hasta que las hormigas lo abarcaron todo. Nadie enfermaba entonces en la capital, así que sus padres tuvieron que viajar al extranjero. En un hospital público se alarmaron al verlo; señora, señor, les dijeron, aquí no podemos tratar semejante caso, apenas tenemos unas jeringas con penicilina, tendrán que ir a un hospital privado. Nuestros pacientes se asustarán, les dijeron en el hospital privado, se irán y no podemos atender a un sólo paciente, ¿verdad?, vayan a una Clínica Superior Especializada. Los padres de Ismael viajaron más lejos hasta llegar a dicha clínica. Ahí les dijeron que en ningún lugar se podría tratar a semejante monstruo, que atentaba contra el sol, que tenían que encerrarlo y convencerlo de que era una mujer de cuarenta años. Los padres, naturalmente, estaban deshechos, pero a la vez no querían atentar contra el sol. Volvieron y consultaron con los sabios de nuestra capital. Recibieron el mismo consejo, construyamos una casa apropiada para Ismael, dijeron los viejos, encerrémoslo con todas las comodidades, tenemos que convencerlo de que es una mujer de cuarenta años. Así que lo hicieron. Convencieron a Ismael de que su nombre era Bernardina Sauza. Vivió en la actual ludoteca hasta su muerte. Yo, que siempre he visto muy bien, me colaba por las noches a la casa, la visitaba y platicaba con ella, siempre amé esos ojos como montañas. Bernardina escribía los poemas más bellos que jamás conocí.
En esta parte del relato interrumpí al viejo: y dónde están los poemas ahora, Señor. Desgraciadamente, respondió, la última voluntad de Bernardina fue que la enterraran con todos sus escritos, me da la impresión de que sólo ella y yo los leímos, ahora sólo recuerdo un verso: Brilla más mi desierto.

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