domingo, 27 de agosto de 2017

La dulce galleta

Mi tía tomaba el sol en su camastro blanco metálico. Estaba impecable. La piel blanca de su abdomen, de su pecho, contrastaba con sus labios rojos y sus lentes negros de sol. A su lado había un canasto lleno de bocadillos franceses. Me puse a curiosear. Había una galleta en especial atractiva. Un cuadrito relleno de crema con una fresa encima. Al posar mi mano sobre ella para sacarla del canasto, sentí el roce de la mano de mi tía. Nos miramos sonriendo. Cómetela tú. No, tú. Bueno, mitad y mitad, propuse. Mi tía tomó el bizcocho y partió un pequeño pedazo para ella, entregándome el trozo más grande. Sólo quiero probarlo, me dijo. Me fui feliz con la galleta en la palma de mi mano, contemplándola bajo el sol. En eso veo que el imbécil del pueblo se acerca corriendo. Es una bestia de casi dos metros, idiota y feo el pobre que no entiende nada, le escurren los mocos y siempre va con lagañas pegadas alrededor de sus ojos. Apesta el miserable. Al llegar a mí no se detiene y me da un fuerte empujón con su cuerpo de ballena. La galleta cae al pasto y el muy zonzo, con toda intención, la pisa con saña y ésta se despedaza en el zacate. ¡Pendejo, qué hiciste!, le grito. ¡Estúpido, siempre arruinando todo! Me altero mucho y le sigo gritando. Parece confundido y triste y comienzo a empujarlo. Pierde fuerzas con sus sollozos y los mocos le escurren más que nunca. Logro tirarlo al piso. Me le monto y comienzo a darle puñetazos en la cara. ¡Estúpido, mi galleta, pendejo, por qué lo has hecho! Golpeo su rostro de roca y veo un hilo de sangre escurrirle de la nariz. ¡Mi galleta, mi galleta! ¡Mi hermosa, deliciosa, aromática y roja galleta!