Quemé un zancudo que estaba en la pared de mi regadera. Al instante
cayó al suelo y en unos segundos sus patitas habían desaparecido. Qué
suerte, pensé, morir tan rápido quemado, no como en los humanos que
sería lento y doloroso.
Esa noche mi víctima me visitó en sueños.
Su vocecita era un zumbido y se notaba que le costaba mucho emitirlo. No
morí pronto, me dijo, lo pronto es diferente para ti que para mí. Sentí
el fuego veinte mil veces, fue lento y dolorso, como lento movemos las
alas diez mil veces por segundo. Asesino, ¿qué es eso que llaman moral?,
no es otra cosa que un acuerdo entre ustedes humanos para dominar la
Tierra de la manera más placentera posible. Matas mosquitos como el
hombre primitivo mataba hombres. Quemas mosquitos como tu abuela le
tuerce el cuello a las gallinas en el rancho. Crueles son los hombres
que cada vez se encierran más en sí mismos. En eso revisé mis bolsillos,
encontré un encendedor y lo volví a quemar. Su zumbido agónico se
prolongó tanto que dieron las nueve y sonó mi despertador.
Me
levanté de la cama y vi una cucaracha en el piso. ¡Hija de puta!, le
grité mientras le tiraba un zapatazo. Después de todo no creo que los juicios de un zancudo sean muy razonables.